Los milagros que Dios obró a través de Moisés
desafiaron a los numerosos dioses del faraón. Sin embargo, en otra época, hubo
un monarca egipcio que impulsó la creencia en una deidad. El Faraón Akenaton
indicó que el sol naciente y poniente era la gran deidad que daba vida a la
tierra. El símbolo religioso de Atón, el dios sol, era un disco de luz con
rayos que emanaban de él. Aunque la idea de este faraón se acercaba más al Dios
único de la Biblia, aún seguía siendo idolatría.
Cuando Pablo dirigió su discurso al pueblo de
Atenas, sufría por la idolatría de esa ciudad. No obstante, empleó la
comprensión imperfecta sobre Dios de la gente para indicarles quién es el Señor
de las Escrituras. Refiriéndose a los esfuerzos del pueblo por tratar de hallar
a Dios, el apóstol dijo: «El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que en él
hay, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por
manos humanas» (Hechos 17:24).
En nuestro mundo crecientemente pluralista, es probable que las personas que nos rodean adoren una variedad de deidades. Sin embargo, la travesía espiritual no necesita terminar allí. Nunca sabemos si alguien puede estar yendo en dirección al reino de Dios. Siguiendo el ejemplo de Pablo, deberíamos respetar el trasfondo religioso de la persona, observar su receptividad espiritual y luego señalarle el camino al único Dios verdadero de las Escrituras.