Jesús dijo: «Yo soy la resurrección y la vida».
Una cosa es hacer una declaración semejante; otra totalmente distinta es respaldarla…
y Jesús lo hizo al resucitar de los muertos.
«Si crees que el Hijo de Dios murió y resucitó
—escribe George MacDonald—, todo tu futuro está lleno del amanecer de la eterna
mañana, que se levanta detrás de las colinas de la vida; pleno de una esperanza
tal, que la más elevada imaginación del poeta no alcanza a vislumbrar su rayo».
El Hijo de Dios murió y resucitó, y Su
resurrección es la garantía de que Él nos levantará de los muertos y nos
arrebatará de la tierra: una persona que piensa, siente, recuerda y reconoce
vivirá para siempre.
Vivir para siempre significa experimentar el
concepto de eternidad que Dios ha puesto en nuestro corazón, volver a
encontrarnos con los amados seres creyentes que perdimos por la separación de
la muerte, vivir en un mundo sin tristeza, ver a nuestro Señor que nos ama y
que dio todo para unirnos a Él para siempre.
Pero yo veo otro significado. Como poseemos esta vida y también la próxima, no tenemos que «tenerlo todo» ahora. Podemos vivir en cuerpos quebrantados y arruinados durante un tiempo, padecer pobreza y dificultades, enfrentar soledad, angustia y dolor durante una temporada. ¿Por qué? Hay un segundo nacimiento: vida en el cielo para siempre.