Hace poco, un amigo me mandó la historia de un
himno que yo solía escuchar en la iglesia cuando era niño:
Si fuera tinta todo el mar, y todo el cielo un
gran papel,
Y cada hombre un escritor, y cada hoja un
pincel.
Nunca podrían describir el gran amor de Dios;
Que al hombre pudo redimir de su pecado atroz.
Estas palabras forman parte de un antiguo poema
judío que se encontró sobre la pared de la habitación de un paciente
en un centro para enfermos mentales.
Frederick M. Lehman se conmovió tanto con esta
poesía que, posteriormente, quiso ampliarla. En 1917, sentado sobre un cajón de
limones mientras almorzaba en su lugar de trabajo, le agregó dos estrofas y el
coro, y completó el himno ¡Oh, amor de Dios!.
En el Salmo 36, el escritor describe el
consuelo que brinda la certeza del amor y la misericordia de Dios: «Señor,
hasta los cielos llega tu misericordia…» (v. 5). Independientemente de las
circunstancias de la vida, ya sea durante un momento de cordura (con una
mente que, de otro modo, estaría sumida en la confusión) o en ocasión de una
prueba oscura, el amor y la misericordia de Dios son un faro de esperanza;
nuestra fuente permanente e inextinguible de fortaleza y confianza.
Con amor eterno eres
amado. (RBC)