Un amigo que tengo desde hace mucho describía
los días próximos a su cumpleaños número 90 como «un tiempo […] para
reflexionar un poco, mirar el espejo retrovisor de mi vida y dedicar muchas
horas a lo que yo llamo “la gracia de recordar”. ¡Es tan fácil olvidar todos
los caminos por los que el Señor me ha guiado! “No olvides ninguno de sus
beneficios” (Salmo 103:2)».
Esto era típico de la persona que conocí y
admiré durante más de 50 años. En lugar de repasar las decepciones, su carta
estaba repleta de gratitud y alabanza a Dios.
En primer lugar, recordaba las misericordias
temporales del Señor: su buena salud, el disfrutar de su esposa y de sus hijos,
el gozo y el éxito en el trabajo, sus enriquecedoras amistades y las
oportunidades que había tenido de servir a Dios. Consideraba que todas esas
cosas eran dádivas; inmerecidas, pero recibidas con total agradecimiento.
Después, repasaba las misericordias
espirituales de Dios: la influencia de padres creyentes en Cristo y el haber
sido perdonado cuando, de joven, aceptó al Señor como su Salvador. Concluyó
hablando del estímulo que había recibido de iglesias, escuelas y hombres
cristianos que se preocupaban y oraban los unos por los otros.
Es un modelo que deberíamos seguir habitualmente: el gozo de recordar. «Bendice, alma mía, a Jehová, y bendiga todo mi ser su santo nombre» (v. 1).