Un verano, estaba en una reunión con excompañeros
de la escuela secundaria, cuando alguien me dio una palmada en el hombro desde
atrás. Al ver la etiqueta con el nombre de la mujer, me remonté a tiempos
pasados. Recordé una nota bien doblada que encontré en mi armario, con palabras
crueles y de rechazo que me avergonzaron y destrozaron. Recuerdo que pensé:
¡Alguien necesita enseñarte cómo tratar a la gente! Aunque sentí que mi dolor
adolescente resurgía, mostré mi mejor sonrisa falsa y empecé una charla
hipócrita.
Empezamos a conversar y me contó su triste
historia de una niñez complicada y un matrimonio desdichado. Mientras
escuchaba, me vinieron a la mente las palabras «raíz de amargura» de Hebreos
12:15. Pensé: Esto es lo que siento. Después de todos esos años, seguía
abrigando una profunda raíz de amargura que se retorcía y me ahogaba el
corazón.
Entonces, recordé estas palabras: «No seas
vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal» (Romanos 12:21).
Charlamos e incluso compartimos algunas lágrimas. Ninguna de las dos mencionó aquel incidente. Esa tarde, Dios le enseñó una lección a alguien: perdonar y quitar la amargura. Sí, me la enseñó a mí.