A veces, nuestra mente evoca años pasados y
anhela aquellas épocas y lugares mejores… los «buenos tiempos de antes».
Pero para algunos, el pasado solo abriga
recuerdos amargos. En el silencio de la noche, esas personas analizan sus
fracasos, decepciones y fantasías, y piensan en cuán cruel ha sido la vida con
ellas.
Es mejor recordar el pasado como lo hizo David:
contemplar lo bueno que Dios ha hecho y «[meditar] en todas [sus] obras;
[reflexionar] en las obras de [sus] manos» (Salmo 143:5). Cuando evocamos la
bondad del Señor, vemos cómo nos ha bendecido a través de los años. Esos
recuerdos son beneficiosos, ya que despiertan un deseo más profundo de conocer
a Dios y de experimentar su tierno cuidado. Transforman el pasado en un sitio
de intimidad y comunión con nuestro Señor.
Escuché la historia de una anciana que se
sentaba en silencio durante horas en su mecedora, con las manos cruzadas sobre
su regazo y los ojos fijos en la distancia. Un día, su hija le preguntó:
«Madre, ¿en qué piensas cuando estás sentada allí tan callada?». Ella le
respondió suavemente, con un brillo especial en la mirada: «Es algo entre Jesús
y yo».
Mi oración es que nuestros recuerdos y meditaciones nos acerquen a su presencia.