Me maravilla Hemán, el poeta que escribió el
Salmo 88. Su vida era una angustia constante. «… mi vida está hastiada de
males…», se lamentaba (v. 3). ¡Estaba harto de sufrir!
Hemán miraba atrás y recordaba su mala salud
y sus desgracias. Observaba a su alrededor y veía adversidades y abandono.
Levantaba la vista y no hallaba solaz. «Estoy afligido», se lamentó (v. 7,15).
Estaba «abandonado» (v. 5), «en tinieblas» (v. 6) y desechado (v. 14). No podía
ver ninguna luz al final del túnel; ninguna solución para su tristeza.
La honestidad de Hemán me reconforta. Los
creyentes que nunca tienen luchas me desconciertan. Desde luego, hay un
equilibrio: Nadie quiere estar cerca de aquellos que están siempre quejándose
de sus problemas, pero a mi corazón le hace bien saber que hay alguien más que
ha tenido luchas.
No obstante, Hemán tenía otras virtudes
además de su franqueza. También poseía una fe tenaz e inamovible. A pesar de
sus numerosas dificultades, se aferraba a Dios y clamaba a Él «día y noche»
(vv. 1, 9, 13). No dejaba de orar ni se rendía. Y aunque en ese momento no se
daba cuenta, reconocía la misericordia, la verdad y la justicia del Señor (vv.
11-12).
Me encantan las personas como Hemán, ya que
hacen que me aferre más a Dios y me recuerdan que no debo dejar de orar nunca.
La oración es la
tierra donde mejor crece la esperanza. (RBC)