Quizá conozcas el dicho: «Las grandes
mentes hablan de ideas; las mentes promedio hablan de acontecimientos; las
mentes pequeñas hablan de la gente». Sin duda, hay maneras de hablar de la
gente que pueden honrarlas, pero este dicho enfatiza nuestro lado más oscuro.
En un mundo de comunicaciones constantes, tanto social como profesionalmente,
se nos confronta permanentemente con la vida de personas en un nivel de
intimidad que puede ser inapropiado.
Peor aun, esta oleada de información
personal sobre los demás podría convertirse en materia prima para nuestras
conversaciones, al punto de que el chisme se convierte en la norma… y no solo
sobre los ricos y famosos. Personas de nuestro entorno de trabajo, iglesia,
vecindario y familia pueden ser también el blanco de lenguas afiladas, y sentir
la angustia causada por conversaciones que nunca deberían haber ocurrido.
¿Cómo podemos evitar nuestra tendencia
a dañar a los demás con nuestras palabras? Al reconocer que el Oyente supremo
de lo que decimos es Dios, quien anhela que no seamos así. Con el salmista,
podemos orar: «Sean gratos los dichos de mi boca y la meditación de mi corazón
delante de ti, oh Señor…» (Salmo 19:14). Cuando buscamos agradar a Dios con nuestras
conversaciones sobre los demás, lo honramos. Con su ayuda, podemos
glorificarlo con lo que decimos.