Las luces titilantes de la policía me
hicieron prestar atención a una mujer que había sido detenida por una
infracción de tránsito. Mientras el oficial, con la libreta de multas en la
mano, volvía a su auto, pude ver claramente a la conductora avergonzada y
sentada impotente detrás del volante. Trataba de taparse la cara para que la
gente que pasaba no la viera, con la esperanza de que no supieran quién era. Su
proceder me recordó cuán embarazoso puede resultar cuando nuestras decisiones y
sus consecuencias ponen de manifiesto cómo somos.
Cuando una mujer culpable fue llevada
ante Jesús y se expuso su inmoralidad, la multitud hizo algo más que observar;
pidió que fuera condenada. Sin embargo, Jesús mostró misericordia. El único con
derecho a juzgar el pecado respondió mostrando compasión ante el fracaso de esa
mujer. Después de despedir a los acusadores, «Jesús le dijo: Ni yo te condeno;
vete, y no peques más» (Juan 8:11). La compasión del Señor nos trae a la mente
su gracia perdonadora, y la orden que le dio a aquella mujer enfatiza su gran
deseo de que vivamos disfrutando de esa gracia. Ambos elementos muestran la
profundidad del interés de Cristo por nosotros cuando tropezamos y caemos.
Aun en los momentos de fracaso más
embarazosos, podemos clamar a Él y descubrir que su gracia es verdaderamente
asombrosa.