Cuando una autoridad romana le pidió a
Policarpo (69–155 d.C.), obispo de la iglesia de Esmirna, que maldijera a
Cristo si quería que lo liberaran, él dijo: «Lo he servido 86 años y Él nunca
me falló. ¿Cómo puedo yo blasfemar a mi Rey que me salvó?». El oficial romano
lo amenazó: «Si no cambias tu manera de pensar, te haré consumir por el fuego».
Policarpo permaneció impertérrito. Como no maldijo a Cristo, lo quemaron en la
hoguera.
Siglos antes, cuando tres jóvenes llamados
Sadrac, Mesac y Abed-nego enfrentaron una amenaza similar, respondieron: «… rey
Nabucodonosor […]: nuestro Dios a quien servimos puede librarnos del horno de
fuego ardiendo; y de tu mano, oh rey, nos librará. Y si no, sepas, oh rey, que
no serviremos a tus dioses» (Daniel 3:16-18). Una experiencia similar, pero con
dos resultados distintos. Policarpo fue quemado vivo, pero Sadrac, Mesac y
Abed-nego salieron del horno sin ninguna marca.
Dos resultados diferentes, pero el mismo despliegue de fe. Estos hombres nos mostraron que la fe en Dios no es simplemente confiar en lo que Él puede hacer, sino en que Dios es Dios, ya sea que nos libere o no. Él tiene la última palabra, y está en nosotros decidir seguirlo en cualquier circunstancia.