En 1826, el escritor británico Thomas Carlyle se casó con Jane Welsh, otra escritora de renombre. Ella se dedicó a respaldar el éxito de su esposo y lo ayudaba de todo corazón.
Debido a una dolencia estomacal y a una
enfermedad nerviosa, él tenía un temperamento bastante irritable. Por esa
razón, ella le preparaba comidas especiales y trataba de mantener la casa lo
más silenciosa posible, para que él pudiera escribir.
Por lo general, Thomas no valoraba el espíritu
servicial de Jane ni pasaba mucho tiempo con ella. Sin embargo, refiriéndose a
su esposa, le escribió a su madre lo siguiente: «Debo reconocer de corazón que
ella […] me ama con una devoción que me resulta misterioso entender que pueda
merecerlo. Ella […] mira con tanta dulzura y optimismo mi rostro sombrío, que
me transmite una nueva esperanza cada vez que encuentro su mirada».
¡Nosotros también tenemos a Alguien que nos ama
con una devoción que no podemos comprender que merezcamos, debido a nuestra
condición de pecadores! Esa Persona es Dios el Padre, «que no escatimó ni a su
propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Romanos 8:32). Su amor es
ancho, largo, profundo y alto, y también excede todo conocimiento (Efesios
3:18-19).
Comprender y apreciar el amor de Dios es algo tan vital que Pablo oraba para que los efesios estuvieran «arraigados y cimentados» en él (v. 17).