Un hombre que creció en una hacienda en Texas
cuenta de un viejo y destartalado molino que estaba junto al granero y que
bombeaba agua para abastecer el lugar. Era la única fuente de agua en varios
kilómetros a la redonda.
Si soplaba un viento fuerte, el molino
funcionaba bien, pero con una leve brisa, no giraba. Había que mover la veleta
hasta que el ventilador mirara directamente contra el viento. El molino solo
suministraba agua a la estancia cuando estaba puesto en la dirección correcta.
Pienso en esta historia cuando me encuentro con
religiosos de iglesias pequeñas en zonas alejadas. Muchos se sienten aislados y
sin respaldo; personas dedicadas a servir a los demás, pero de las que,
aparentemente, nadie se acuerda. Por consiguiente, se agotan y luchan por
brindarles el agua de vida a su grey. Me gusta hablarles del viejo molino y de
la necesidad de reubicarnos cada día, de acudir deliberadamente al Señor y a su
Palabra, y de beber en profundidad de Él, que es la fuente de agua viva.
Lo que es una realidad para los religiosos también se aplica a todos nosotros. El servicio a Dios fluye de adentro hacia fuera. Jesús dijo: «El que cree en mí, […] de su interior correrán ríos de agua viva» (Juan 7:38). Solo cuando Dios habla a lo profundo de nuestro ser, podemos producir un impacto en la vida de los demás. Para renovar a otros, vayamos constantemente a la Fuente de la vida.