Nunca olvidaré mi temor cuando era niño de que
la ropa puesta en mi silla se convirtiera en una especie de dragón después de
que se apagaran las luces de mi cuarto. Mi temprana experiencia de insomnio
producido por el miedo me recuerda que, cuando las dificultades golpean a
nuestra puerta, el temor no es el mejor amigo. Impide que avancemos y que
hagamos lo correcto… a menos que tengamos los ojos puestos en Jesús.
Cuando los discípulos enfrentaron el
embravecido mar que amenazaba con arrojarlos por la borda, Jesús, caminando
sobre el agua, les afirmó: «¡Tened ánimo; yo soy, no temáis!» (Mateo 14:27). Y
a sus seguidores, que estaban encerrados en un cuarto y muertos de miedo
después de su crucifixión, se les apareció y preguntó: «¿Por qué estáis
turbados, y vienen a vuestro corazón estos pensamientos? (Lucas 24:38). Al
reconocer que las pruebas eran inevitables, declaró: «En el mundo tendréis
aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo» (Juan 16:33). La idea es
clara: el antídoto para el miedo es confiar en la presencia y el poder del
Señor.
Como expresa el conocido himno: «Fija tus ojos en Cristo, tan lleno de gracia y amor; y lo terrenal sin valor será a la luz del glorioso Señor». Saber que Dios está con nosotros nos permite descansar tranquilos.