En la antigua Roma, cuando un general regresaba
victorioso de una batalla, se organizaba un desfile para dar la bienvenida al
conquistador. Desfilaban las tropas del general y los cautivos, estos últimos
llevados a manera de trofeo y como prueba del triunfo. Mientras recorrían la
ciudad, las multitudes vitoreaban el éxito de su héroe.
Para evitar que el ego del general aumentara en
forma desmedida, un esclavo lo acompañaba en su carruaje. ¿Por qué? De ese
modo, mientras las multitudes romanas elogiaban al general, el esclavo le
susurraba permanentemente al oído: «Tú también eres mortal».
Cuando triunfamos, nosotros también podemos
perder de vista nuestra fragilidad y permitir que se nos llene el corazón de un
orgullo destructivo. Santiago nos advirtió del peligro de la soberbia, al
indicarnos que persigamos la humildad y busquemos al Señor: «Dios resiste a los
soberbios, y da gracia a los humildes» (Santiago 4:6). La clave para esta declaración
es la gracia. ¡No hay nada más maravilloso! Solamente el Señor merece gratitud
y alabanza… en especial, por la gracia que ha derramado abundantemente sobre
nosotros.
Nuestros logros, triunfos y honores no se generan en nosotros mismos, sino que son producto de la gracia incomparable de Dios, de la cual dependemos eternamente.
La gracia de Dios es el amor infinito expresado a través de una bondad sin límites. (RBC)