Una
vez, un amigo mío pasó un día instalando grandes losas de piedra en su jardín.
Cuando su hija de cinco años rogó que la dejara ayudar, él le sugirió que
cantara para alentarlo. Ella se negó, ya que quería ayudar. Con mucho cuidado,
el padre la dejó poner sus manos sobre las piedras mientras las movía.
Sin
ella, podría haber colocado las losas en menos tiempo; sin embargo, al final
del día, no solo tenía losas nuevas, sino una hija que rebosaba de orgullo. Esa
noche, ella anunció: «Papá y yo colocamos las losas».
Desde
el principio, Dios ha dependido de personas para que su obra avance. Después de
equipar a Adán para que cultivara la tierra y supervisara los animales, dejó el
trabajo del huerto en sus manos (Génesis 2:15-20).
El
patrón ha continuado. Cuando Dios quiso una morada en la Tierra, no
descendieron del cielo un tabernáculo y un templo, sino que miles de artistas y
artesanos trabajaron para diseñarlo (Éxodo 35–38; 1 Reyes 6). Cuando Jesús
proclamó la llegada del reino de Dios a este mundo, invitó a seres humanos para
que ayudaran. Dijo a sus discípulos: «Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe
obreros a su mies» (Mateo 9:38).
De la misma manera que un padre obra con sus hijos, así también Dios nos da la bienvenida a todos como colaboradores en su reino.
Dios utiliza siervos humildes para llevar a cabo grandes
obras. (RBC)