Hace unos años, el imperio bancario Citicorp
presentó unas carteleras sobre el dinero: «El dinero cambia de manos:
¡Asegúrate de que no te cambie por completo!» y «Si la gente dice que estás
hecho de dinero, ¡deberías tratar tu personalidad!». Estos anuncios daban una
perspectiva innovadora sobre las riquezas.
Dios también presenta un matiz sorprendente
sobre este tema. Según Él, uno puede tener «abundancia» en tesoros mundanos y,
aun así, una profunda pobreza en el alma. O, por el contrario, ser pobre en
cosas terrenales, pero lujosamente rico según los estándares divinos.
El poder desequilibrante de la riqueza me trae
a la mente la historia del joven rico. Después de dialogar sobre la vida
eterna, Jesús le pidió que vendiera todas sus posesiones, que les diera el
dinero a los pobres y que lo siguiera. Lamentablemente, el hombre «se fue
triste, porque tenía muchas posesiones» (Marcos 10:22). Esto dio lugar a la
enseñanza del Señor a Sus discípulos: «¡Cuán difícilmente entrarán en el reino
de Dios los que tienen riquezas!» (v. 23).
No significa que Jesús esté en contra de la riqueza, sino que, simplemente, lo entristece todo lo que valoramos más que a Él. Podemos trabajar mucho y ganar dinero, pero, cuando esto es el principal objetivo de nuestra vida, el Señor queda de lado. La clave de la verdadera prosperidad es colocar a Dios como lo primero y primordial en nuestra vida.