En su discurso inaugural, en 1933,
Franklin D. Roosevelt, el recién elegido presidente de los Estados Unidos, se
dirigió a la nación que aún no se había recuperado de la Gran Depresión.
Esperando despertar una perspectiva más optimista en cuanto a la crisis
económica, declaró: «¡A lo único que tenemos que tenerle miedo es al miedo!».
El miedo suele aparecer en nuestra vida
cuando corremos el riesgo de perder algo: riquezas, salud, reputación, posición
social, seguridad, familia, amigos. Revela nuestro deseo innato de proteger lo
que más nos importa en la vida, en vez de entregarlo plenamente al cuidado y
control divinos. Cuando el miedo se impone, nos incapacita emocionalmente y
debilita nuestra vida espiritual. Tenemos temor de hablarles a otros de Cristo,
de disponer de nuestra vida y recursos para ayudar a los demás o de
aventurarnos hacia terrenos desconocidos. Un espíritu temeroso es más
vulnerable al ataque del enemigo, el cual nos tienta para que no seamos fieles
a las convicciones bíblicas y nos hagamos cargo personalmente de las cosas.
Por supuesto, el remedio para el miedo
es la confianza en nuestro Creador. Solo cuando confiemos en la realidad de la
presencia, el poder, la protección y la provisión de Dios en nuestra vida,
podremos compartir el gozo que experimentaba el salmista, cuando dijo: «Busqué
[al] Señor, y él me oyó, y me libró de todos mis temores» (Salmo 34:4).