Es perfectamente natural que el temor y
las dudas invadan a veces nuestra mente. «¿Y si, después de todo, el cielo no
es real?» «¿Es Jesús el único camino a Dios?» «Al final, ¿importará cómo haya
vivido mi vida?» Esta clase de preguntas no deben responderse de manera rápida
ni trivial.
Juan el Bautista, a quien Jesús
denominó el más grande de los profetas (Lucas 7:28), tuvo interrogantes poco
antes de que lo ejecutaran (v. 19). Quiso asegurarse de que Jesús era el Mesías
y de que su ministerio personal era, por lo tanto, válido.
La respuesta de Jesús nos brinda un
modelo consolador. En vez de restarle importancia o de criticar a Juan, el
Señor señaló los milagros que Él estaba haciendo. Como testigos presenciales,
los discípulos de Juan podían volver adonde estaba su mentor para transmitirle
una vívida certeza. Pero, además, Jesús utilizó palabras y frases (v. 22)
tomadas de las profecías de Isaías sobre la venida del Mesías (Isaías 35:4-6;
61:1), las cuales, con toda seguridad, Juan conocía muy bien.
Después, dirigiéndose a la multitud, alabó
a Juan (Lucas 7:24-28) y eliminó toda duda de que se hubiera ofendido porque
este necesitaba asegurarse a pesar de todo lo que había visto (Mateo 3:13-17).
Cuestionar y dudar, reacciones humanas
comprensibles, son oportunidades para hacerles recordar, reafirmar y
reconfortar a aquellos que son presa de la incertidumbre.
La confirmación llega cuando dudamos de nuestras dudas y creemos nuestras creencias. (RBC)