Cuando era niño, mis tíos me llevaron un Lago. Mientras algunos de mis primos se atrevían a internarse más allá del
rompiente de las olas, yo jugaba cerca de la orilla. Entonces, mi tío Norm me
preguntó: «¿Sabes nadar?». «No», confesé. «No te preocupes —dijo él—, yo te
llevaré hasta allí». «Pero es muy profundo», protesté. «Solo aférrate a mí —me
aseguró—; ¿confías en mí?» Así que, lo tomé de la mano y empezamos a caminar
hacia el interior del lago.
Cuando mis pies ya no pudieron tocar más el
fondo, el tío Norm me levantó en sus brazos y me aseguró: «Yo te tengo. Yo te
tengo». Al rato, dijo finalmente: «Está bien, baja los pies. Aquí puedes
pararte». Yo tenía miedo porque pensaba que todavía estábamos en un lugar
profundo, pero confié en él y, felizmente, descubrí que estaba de pie sobre un
banco de arena.
¿Alguna vez estuviste tan desesperado que te
parecía que estabas hundiéndote en el agua profunda? Las dificultades de la
vida pueden ser agobiantes. Dios no promete que escaparemos de los mares
turbulentos de la vida, pero sí que no nos desamparará ni nos abandonará
(Hebreos 13:5).
Podemos confiar en que nuestro fiel Señor está presente en todas nuestras luchas. «Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo; y si por los ríos, no te anegarán» (Isaías 43:2).