Una semana después de la muerte de C. S. Lewis,
en 1963, colegas y amigos se reunieron en la capilla de Magdalen College, en
Oxford, Inglaterra, para recordar al hombre cuyos escritos habían encendido las
llamas de la fe y la imaginación tanto en niños como en eruditos.
Durante la reunión de conmemoración, un amigo
íntimo de Lewis, Austin Farrer, señaló que Lewis siempre enviaba una respuesta
personal manuscrita a todas las cartas que recibía de los lectores en el mundo
entero, y agregó: «Su actitud característica hacia las personas en general era
de consideración y respeto. Tenía la gentileza de atender a tus palabras».
En ese sentido, Lewis reflejaba la destacada
atención que Dios presta a lo que le decimos en oración. Durante un tiempo de
gran dificultad, el escritor del Salmo 66 clamó a Dios (vv. 10-14). Más tarde,
alabó al Señor por haberlo ayudado: «Mas ciertamente me escuchó Dios; atendió a
la voz de mi súplica» (v. 19).
Cuando oramos, el Señor escucha nuestras palabras y conoce nuestro corazón. Sin duda, podemos expresar con el salmista: «Bendito sea Dios, que no echó de sí mi oración, ni de mí su misericordia» (v. 20). Nuestras oraciones se convierten en la avenida a una relación más profunda con Él. En todo momento, aun en las horas de mayor necesidad, Él atiende a nuestras palabras.