Después de todos estos años, todavía no
entiendo por completo el tema de la oración. Me resulta un misterio. Pero sí sé
una cosa: cuando estamos desesperadamente necesitados, la oración brota con
naturalidad de nuestros labios y de lo más profundo de nuestro corazón.
Cuando estamos muertos de miedo, más
allá de lo que podemos soportar, fuera de lo acostumbrado y con nuestro
bienestar en peligro o amenazado, recurrimos a la oración de manera
involuntaria e instintiva. Nuestro clamor natural es: «¡Señor, ayúdame!».
El autor Eugene Peterson escribió: «El
lenguaje de la oración se forja en el crisol de la dificultad. Cuando no
podemos ayudarnos solos y clamamos por ayuda, cuando no nos gusta dónde estamos
y queremos escapar, cuando nos desagrada quiénes somos y deseamos cambiar,
usamos expresiones básicas que se convierten en el lenguaje esencial de la
oración».
La oración empieza con los problemas, y
continúa porque siempre tenemos alguna clase de dificultad. No exige ninguna
preparación especial, vocabulario exacto ni postura apropiada, sino que brota
cuando enfrentamos necesidades y, con el tiempo, se convierte en una respuesta
habitual para toda situación (buena o mala) de esta vida (Filipenses 4:6). ¡Qué
privilegio es llevar todo a Dios en oración!