Durante nueve largos años, Saúl persiguió a
David «como quien persigue una perdiz por los montes» (1 Samuel 26:20). David
oró: «¿Hasta cuándo, Señor? ¿Me olvidarás para siempre? ¿Hasta cuándo
esconderás tu rostro de mí? […] ¿Hasta cuándo será enaltecido mi enemigo sobre
mí?» (Salmo 13:1-2).
La aflicción prolongada también suele
afectarnos. Queremos una solución inmediata, un rápido arreglo. Pero algunas
cosas no pueden arreglarse; solo soportarse.
No obstante, podemos quejarnos ante Dios de
nuestros problemas. Tenemos un Padre celestial que desea que nos comprometamos
con Él para enfrentar nuestras luchas, ya que conoce a sus hijos como ningún
otro.
Cuando le presentamos nuestras quejas,
recuperamos la cordura. En el caso de David, sus pensamientos se remontaron a
la certeza de la vida: el amor de Dios. David trajo a su mente: «Mas yo en tu
misericordia he confiado; mi corazón se alegrará en tu salvación. Cantaré al
Señor, porque me ha hecho bien» (vv. 5-6). Los sufrimientos tal vez
continuaron, pero él podía cantar en medio de sus pruebas porque era un hijo
amado de Dios. No hace falta saber otra cosa.
A. W. Thorold escribe: «El pináculo de la
vida espiritual no es gozar alegremente de los rayos del sol bajo un cielo
despejado, sino confiar de manera absoluta e indiscutible en el amor de Dios».
Aun en nuestros problemas, podemos confiar en
el amor de Dios.