A veces, cuando quiero encender un
fuego, el viento lo apaga, pero cuando trato de mantenerlo ardiendo, el viento
lo aviva. Así que, en el primer caso, digo que es «malo» porque frustra mis
planes; en el otro, lo considero «bueno», ya que me ayuda a lograr lo que
quiero.
Esta paradoja ilustra cómo juzgamos las
cosas según el efecto que producen en nosotros. Declaramos que las
circunstancias o las personas son «malas» si trastornan nuestros objetivos o
nos resultan inconvenientes. Pero si coincidimos con ellas y benefician nuestra
causa, las juzgamos como «buenas».
Sin embargo, Dios es quien determina
qué es bueno y qué es malo, y no lo hace según cómo afecte nuestros planes,
sino en función de que lleven a cabo o no sus designios. Su plan es que seamos
«real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios», y su propósito es
«que [anunciemos] las virtudes de aquel que [nos] llamó de las tinieblas a su
luz admirable» (1 Pedro 2:9).
Para concretar el buen propósito
divino, debemos respetar a todos, amar a los otros creyentes, temer a Dios y
honrar a quienes nos gobiernan; incluso cuando algo no nos parezca bueno (v.
17). Estas acciones bondadosas pueden encender una chispa de fe en aquellos que
observan nuestras reacciones ante las circunstancias «malas»; y más aun, son
una expresión de alabanza al Señor.