El otro día, mientras estaba en un cementerio,
pasé frente a un epitafio en una tumba, que decía: «J. Holgate: Un hombre
honesto».
No sé nada de la vida de ese hombre, pero, como
su lápida estaba inusualmente ornamentada, supongo que habrá sido rico. Sin
embargo, al margen de lo que haya logrado durante su vida, se lo
recuerda por una sola cosa: haber sido «un hombre honesto».
El filósofo griego Diógenes pasó toda su vida
investigando sobre la honestidad, y finalmente, concluyó que era imposible
encontrar una persona con esa cualidad. Los honestos son difíciles de encontrar
en cualquier época, pero ese rasgo es uno de los más grandiosos. La honestidad
no es la mejor política, sino la única, y la que distingue al hombre o la mujer
que vive en la presencia de Dios. David escribe: «Señor, […] ¿Quién morará en
tu monte santo? El que anda en integridad…» (Salmo 15:1-2).
Me pregunto: ¿Soy digno de confianza y honorable en todos mis asuntos? ¿Mis palabras suenan verdaderas? ¿Hablo la verdad en amor, o falseo y tuerzo los hechos de vez en cuando o exagero para enfatizar algo? Si es así, debo dirigirme al Señor con toda confianza y pedirle que me perdone y que me dé un corazón honesto, para que la veracidad se convierta en una parte esencial de mi naturaleza. Aquel que comenzó la buena obra en mí es fiel, y lo hará.