«Cuando
era niño, solía tener dolor de muelas —escribió C. S. Lewis en su clásico libro
Mero Cristianismo—, y sabía que si se lo decía a mi madre, ella me daría algo
que calmara el dolor durante esa noche para que me pudiera dormir. Pero no
recurría a ella… al menos, no hasta que el dolor era muy fuerte […]. Sabía que,
al día siguiente, me llevaría al dentista […]. Yo quería que mi dolor se
aliviara de inmediato, pero no podía conseguirlo hasta que me arreglaran el
diente en forma permanente».
De
manera similar, tal vez no siempre queremos dirigirnos a Dios de inmediato
cuando tenemos un problema o luchamos en una determinada área. Sabemos que
podría aliviar al instante nuestro dolor, pero a Él le interesa más ocuparse de
la raíz del problema. Quizá temamos que nos revele cuestiones para las que no estamos
preparados o que no queremos resolver.
En momentos así, es útil recordar que el Señor nos «trata como a hijos» (Hebreos 12:7). Aunque su disciplina pueda parecer dolorosa, también es sabia, y su toque está lleno de amor. El Señor nos ama demasiado para dejarnos como estamos; desea conformarnos a la semejanza de su Hijo Jesús (Romanos 8:29). Podemos confiar más en los propósitos amorosos de Dios que en nuestra sensación de miedo.