En un campo de concentración alemán, durante la
Segunda Guerra Mundial, algunos presos norteamericanos elaboraron una radio
casera sin ser descubiertos por los guardias. Un día, llegó la noticia de que
los alemanes se habían rendido, lo cual puso fin a la guerra. Sin embargo, por
problemas de comunicaciones, los guardias todavía no lo sabían. Una gran
celebración estalló cuando corrió la noticia entre los prisioneros. Durante
tres días, cantaron, saludaron con la mano a los guardias e hicieron bromas
sobre la comida. Al cuarto día, cuando se despertaron, descubrieron que todos
los alemanes habían huido. La espera había terminado.
Varias historias bíblicas se centran en
esperar: Abraham espera un hijo (Génesis 12–21); los israelitas esperan ser
librados de Egipto; los profetas esperan el cumplimiento de sus predicciones;
los discípulos esperan que Jesús actúe como el poderoso Mesías que aguardaban.
Las últimas palabras del Señor al final de Apocalipsis son: «vengo en breve»,
seguidas de una oración resonante e inmediata: «Amén; sí, ven, Señor Jesús»
(22:20). Por esta razón, seguimos esperando.
Ahora bien, me pregunto: Mientras esperamos, ¿por qué solemos estar temerosos y angustiados? Como los prisioneros aliados, podemos actuar en función de la buena noticia que decimos que creemos. Después de todo, tener fe en Dios es creer de antemano lo que solamente tiene sentido al revés.