Sir Christopher Wren diseñó y construyó más de
50 iglesias en Londres a finales del siglo xvii. Dos rasgos destacados
caracterizaban su estilo. El primero eran campanarios altos y macizos. Sin
embargo, el segundo era más significativo. Wren estaba convencido de que las
ventanas de sus iglesias debían tener vidrios transparentes, en lugar de ser
opacos como se acostumbraba en aquella época. Palabras atribuidas a él explican
en parte su motivación: «La mayor dádiva de Dios para el ser humano es la luz».
Para él, permitir que la luz bañara a la gente mientras adoraba era una
celebración de ese regalo.
En el relato de Génesis, Dios hizo la luz el
primer día de la creación (1:3). Esa luz es más que un simple medio para poder
ver. Es un cuadro de lo que Cristo trajo cuando entró en este mundo oscuro. En
Juan 8:12, nuestro Señor declaró: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no
andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida». Para el seguidor de
Cristo, la luz es uno de los grandes recordatorios del carácter de nuestro
Salvador y de la calidad de la vida que Él nos ha dado mediante su sacrificio
en la cruz.
Wren tenía razón. El mejor regalo de Dios para la humanidad es la luz: ¡Jesucristo, la Luz del mundo!