Mientras las lluvias torrenciales golpeaban
la cabeza de las petunias que acababa de plantar, sentí pena por ellas. Quería
meterlas en la casa para protegerlas de la tormenta. Cuando la lluvia paró, sus
caritas miraban al suelo, inclinadas por el peso del agua. Parecían tristes y
débiles. Sin embargo, a las pocas horas, se reavivaron y levantaron la cabeza
hacia el cielo. Al día siguiente, estaban derechas, firmes y fuertes.
¡Qué transformación! Después de golpearlas en
la cabeza, la lluvia corrió por sus hojas, humedeció el suelo y resurgió a
través de sus tallos, lo cual las fortaleció para que estuvieran erguidas.
Como prefiero la luz del sol, me molesta que
la lluvia dañe las plantas que tengo afuera. A veces, me equivoco y considero
que la lluvia es algo negativo. Pero los que han experimentado una sequía saben
que es una bendición, ya que nutre la tierra para beneficiar tanto a los justos
como a los injustos (Mateo 5:45).
Aun cuando las tormentas de la vida golpean
con tanta intensidad que casi nos derrumbamos ante tal fuerza, la «lluvia» no
es un enemigo. Nuestro Padre amoroso ha permitido que ocurra para
fortalecernos. Él utiliza el agua que nos azota exteriormente para que
maduremos por dentro y podamos pararnos firmes y fuertes.
Dios usa para
fortalecerte las tormentas que amenazan con destruirte. (RBC)