Un suceso sumamente grave y trágico de
la historia estadounidense fue el desplazamiento forzado de miles de aborígenes
a principios del siglo xix. Después de haber cerrado acuerdos y luchado junto a
la creciente población blanca, los echaron de sus tierras ancestrales. En el
invierno de 1838, miles de indios cheroquis fueron obligados a marchar
penosamente unos 1.600 kilómetros (1.000 millas) hacia el oeste; lo que se
conoce como «El sendero de lágrimas». Esta injusticia causó la muerte de miles
de personas, muchas de las cuales casi no tenían ropa, zapatos ni provisiones
para semejante viaje.
El mundo sigue lleno de injusticia,
angustia y quebrantamiento. Y quizá muchos sienten que van dejando un sendero
de lágrimas; lágrimas que pasan inadvertidas y tristeza que no recibe consuelo.
Pero el Señor ve nuestras lágrimas y consuela nuestro corazón apesadumbrado (2
Corintios 1:3-5). También declara la esperanza de un futuro sin las manchas del
pecado ni injusticia. En aquel día y lugar, «Enjugará Dios toda lágrima de los
ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor;
porque las primeras cosas pasaron» (Apocalipsis 21:4).
El Dios que ofrece liberarnos de las
lágrimas en el futuro es el único que ahora puede consolarnos completamente.