Cuando hace frío, nuestra vieja perra va por
todo el patio buscando un lugar soleado para recostarse sobre la hierba y
conservar el calor bajo los rayos del sol.
Esto me recuerda que nosotros debemos
«conservarnos» en el amor de Dios (Judas 21). No significa que debamos actuar de
alguna manera especial para lograr que el Señor nos ame (aunque deseamos
agradarlo), ya que, por ser sus hijos, Él nos ama independientemente de lo que
hagamos o dejemos de hacer. Quiere decir que debemos meditar en su amor y
disfrutar de su resplandor y calor durante todo el día.
«[Nada] nos podrá separar del amor de Dios»
(Romanos 8:39). Él nos amaba antes de que naciéramos, y nos sigue amando ahora.
Esta es nuestra identidad en Cristo, lo que somos: hijos amados de Dios.
Debemos meditar en esta verdad todo el día.
Juan, en su Evangelio, se describe cinco veces como el discípulo al que Jesús amaba (13:23; 19:26; 20:2; 21:7, 20). El Señor también amaba a los otros, ¡pero Juan se deleitaba en la realidad de que Jesús lo amaba a él! Podemos adoptar el pensamiento de Juan: «¡Soy el discípulo a quien Jesús ama!», y repetirnos esta verdad durante todo el día o cantar en nuestro corazón ese conocido coro para niños: «Cristo me ama; me ama a mí». Al conservar en nuestra mente esta afirmación todo el tiempo, ¡nos deleitaremos en la calidez de su amor!
Dios no nos ama por lo que somos nosotros, sino por lo que Él es. (RBC)