Cuando era adolescente, solíamos ir con mi
papá a cazar y pescar. En la mayoría de los casos, los recuerdos son
agradables, pero, una vez, un viaje casi se convirtió en un desastre. Subimos
en el automóvil a una montaña alta y acampamos en un lugar remoto. Después,
papá y yo bajamos con dificultad por la ladera del cerro hasta una corriente de
agua, para pescar. Después de una larga jornada de pesca bajo el sol ardiente,
llegó la hora de volver al campamento, pero cuando emprendimos el regreso, papá
se puso pálido. Estaba mareado y con nauseas, y se había quedado casi sin
fuerzas.
Tratando de no entrar en pánico, lo hice
sentar y le di líquido para que bebiera. Después, oré en voz alta pidiéndole a
Dios que nos ayudara. Estimulado por la oración, el descanso y la hidratación,
se sintió mejor y empezamos lentamente a escalar la montaña. Él se sostenía de mi
cinturón mientras yo trepaba y lo guiaba de regreso al campamento.
A veces, nos encontramos en situaciones que
parecen valles desesperantes y sentimos que no tenemos fuerzas para seguir
adelante. Cuando sucede algo así, es importante recordar la promesa de Dios:
«Él da esfuerzo al cansado, y multiplica las fuerzas al que no tiene ningunas»
(Isaías 40:29).
¿Te sientes extenuado? ¿Agotado? Pídele al
Señor que te ayude. Depende de Él para que te dé poder para seguir adelante y
fortaleza para atravesar el valle.
Cuando solo nos queda
Dios, descubrimos que Él es suficiente. (RBC)