Sin
ella, podría haber colocado las losas en menos tiempo; sin embargo, al final
del día, no solo tenía losas nuevas, sino una hija que rebosaba de orgullo. Esa
noche, ella anunció: «Papá y yo colocamos las losas».
Desde
el principio, Dios ha dependido de personas para que su obra avance. Después de
equipar a Adán para que cultivara la tierra y supervisara los animales, dejó el
trabajo del huerto en sus manos (Génesis 2:15-20).
El
patrón ha continuado. Cuando Dios quiso una morada en la Tierra, no
descendieron del cielo un tabernáculo y un templo, sino que miles de artistas y
artesanos trabajaron para diseñarlo (Éxodo 35–38; 1 Reyes 6). Cuando Jesús
proclamó la llegada del reino de Dios a este mundo, invitó a seres humanos para
que ayudaran. Dijo a sus discípulos: «Rogad, pues, al Señor de la mies, que
envíe obreros a su mies» (Mateo 9:38).
De
la misma manera que un padre obra con sus hijos, así también Dios nos da la
bienvenida a todos como colaboradores en su reino.
Dios
utiliza siervos humildes para llevar a cabo grandes obras. (RBC)