Se cuenta la historia de dos
comerciantes que eran rivales acérrimos. Pasaban todos los días vigilándose
mutuamente. Si a uno le llegaba un cliente, le sonreía de manera triunfante y
sarcástica a su rival.
Una noche, un ángel se le apareció a
uno de ellos en un sueño y le dijo: «Te daré lo que pidas, pero, de eso, tu
competidor recibirá el doble. ¿Qué quieres?». El hombre frunció el ceño y,
después, respondió: «Haz que me quede ciego de un ojo». ¡Esto sí que son celos
de la peor clase!
El autodestructivo sentimiento de celos
tenía suficiente potencial como para destruir la iglesia de Corinto. Estos
creyentes habían recibido el evangelio, pero no habían permitido que el
Espíritu Santo les cambiara el corazón. Como consecuencia, tenían celos unos de
otros, lo cual produjo una comunidad dividida. Pablo identificó este
sentimiento como una señal de inmadurez y mundanalidad (1 Corintios 3:3). No
estaban actuando como personas que habían sido transformadas por el evangelio.
Uno de los indicadores más evidentes de
que el Espíritu Santo está obrando en nuestra vida es estar contentos con lo
que tenemos y agradecidos por todo. Entonces, en lugar de sentir celos,
podremos alegrarnos genuinamente de los beneficios y las bendiciones de los
demás.