Cuando cursaba el primer año del
seminario, escuché a una nueva amiga contar sobre su vida. El esposo la había
abandonado y criaba sola a sus dos hijitos. Con un salario apenas por encima
del mínimo, tenía pocas probabilidades de escapar de la pobreza y de los
peligros de su vecindario.
Me conmovió su preocupación por sus
hijos, y le pregunté: «¿Cómo manejas todo esto?». Pareció sorprendida ante la
pregunta, y respondió: «Estamos haciendo todo lo que podemos, y los dejo en las
manos de Dios». Su confianza en el Señor en medio de las pruebas me recordó la
fe de Job (1:6-22).
Al año, me llamó por teléfono y me
preguntó si podía ir a la funeraria para acompañarla. Habían matado a su hijo
disparándole desde un automóvil. Le pedí a Dios que me diera palabras de
consuelo y sabiduría para no tratar de explicar lo inexplicable.
Sin embargo, aquel día, mientras estaba
junto a ella, no dejé de maravillarme al ver cómo consolaba a los demás al
demostrar que ese terrible golpe no había afectado su confianza en Dios. Cuando
nos despedimos, sus últimas palabras fueron un conmovedor recordatorio de la
profundidad de su fe: «Mi muchacho sigue estando en las manos de Dios». Al
igual que Job, no se quejó «ni atribuyó a Dios despropósito alguno» (v. 22).
Nosotros también podemos desarrollar
una fe inquebrantable al andar diariamente con el Señor.
Nada puede sacudir a quienes están seguros en las manos de Dios. (RBC)