Cuando era niño, dormirme era un desafío. En cuanto mis padres apagaban las luces, la ropa que había amontonado sobre la silla tomaba la forma de un dragón enfurecido, y la idea de que algo estaba debajo de mi cama me causaba un pánico que me impedía dormir.
He llegado a la conclusión de que el poder inmovilizador del miedo no es solo una experiencia de la niñez. El temor impide que perdonemos, que defendamos nuestras convicciones en el trabajo, que demos de nuestros recursos para la obra de Dios o que digamos que no cuando todos nuestros amigos dicen que sí. Sin ayuda, estamos a merced de muchísimos dragones enfurecidos.
En el relato de los discípulos en el bote sacudido por la tormenta, me llama la atención que Jesús es el único que no tiene miedo. No tuvo temor de la tormenta, de un endemoniado junto a una tumba ni de la legión de demonios que lo poseían (Mateo 8:23-24).
Cuando tenemos miedo, debemos oír la pregunta de Jesús: «¿Por qué teméis…?» (v. 26), y recordar que Él nunca nos dejará ni nos abandonará (Hebreos 13:5-6). No hay nada que Él no pueda vencer; por lo tanto, nada a qué temerle. Así que, la próxima vez que tus temores te asalten, recuerda que puedes descansar en Jesús, ¡nuestro audaz Campeón!
Cuando el temor te acobarde, clama a Dios, nuestro valiente Campeón. (RBC)