El dinero tiene un poder descomunal.
Trabajamos para conseguirlo, lo ahorramos, lo gastamos, lo usamos para
satisfacer nuestros deseos terrenales y, después, queremos tener más.
Consciente del peligro que representa como causa de distracción, Jesús enseñó
más sobre él que sobre cualquier otro asunto. Y, hasta donde sabemos, el Señor
jamás aceptó una ofrenda para sí. Sin duda, no enseñó sobre el dar para llenar
sus bolsillos, sino que advirtió que confiar en las riquezas y usarlas para
conseguir poder bloquea nuestras arterias espirituales con más rapidez que la
mayoría de los demás impedimentos para el crecimiento cristiano. Al narrar la
historia del «rico insensato», avergonzó a Sus oyentes porque ellos no eran
ricos para Dios (Lucas 12:13-21), lo que indica que la definición divina de la
riqueza es sumamente diferente a la de casi todos nosotros.
Entonces, ¿qué significa ser rico para Dios?
Pablo nos dice que los ricos no deberían presumir de sus posesiones «ni [poner]
la esperanza en las riquezas» (1 Timoteo 6:17). En cambio, tenemos que ser
«ricos en buenas obras, dadivosos, generosos» (v. 18).
¡Qué interesante! Dios mide la riqueza por la
cualidad de nuestra vida y por las dádivas generosas para bendición de los
demás. No es exactamente lo que se comentaría en Wall Street, pero es un gran
consejo para los que, erróneamente, creemos que nuestra seguridad y reputación
dependen del saldo en nuestra cuenta bancaria.
Las riquezas son una bendición solo para quienes las usan
para bendecir a los demás. (RBC)