Cuando
yo era chico, tenía un juguete que era un muñeco plástico inflable para darle
puñetazos. Era casi tan alto como yo y tenía un rostro sonriente. Mi desafío
era pegarle con suficiente fuerza como para que quedara tirado en el suelo.
Pero, por más fuerte que le pegara, siempre se levantaba. ¿El secreto? Tenía un
peso de plomo en la parte inferior, que lo mantenía de pie. Los veleros operan
con el mismo principio. El peso del plomo en la quilla proporciona el lastre
que los mantiene equilibrados en medio de vientos fuertes.
En
la vida del creyente en Cristo, sucede lo mismo. Nuestro poder para sobrevivir
a los desafíos no reside en nosotros, sino en Dios, que mora en nuestro
interior. No estamos exentos de los golpes que la vida pueda arrojarnos ni de
las tormentas que, inevitablemente, amenazarán nuestra estabilidad. Sin
embargo, con plena confianza en el poder divino que nos sustenta, podemos decir
como Pablo: «estamos atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no
desesperados; perseguidos, mas no desamparados; derribados, pero no destruidos»
(2 Corintios 4:8-9).
Únete
a los muchos viajeros de la vida que, en medio de océanos de dolor y
sufrimiento, se aferran con confianza inconmovible a la verdad de que la gracia
de Dios es suficiente y a que, en nuestra debilidad, Él se hace fuerte (12:9).
Este será el estabilizador para nuestra alma.