Me encanta un video de YouTube, donde
un grupo de personas en el patio de comidas de un centro comercial y en medio
de sus rutinas fue repentinamente interrumpido por alguien que empezó a cantar
el Aleluya de Händel. Para sorpresa de todos, alguien se puso de pie y se unió
al canto, y después otro y otro más. Al poco tiempo, el lugar resonaba con los
inolvidables acordes de esta obra maestra de la música. Una empresa local de
ópera había ubicado a sus cantantes en lugares estratégicos, para que pudieran
interpolar con gozo la gloria de Dios en la vida diaria de
los compradores.
Cada vez que miro el video, se me caen
las lágrimas. Me recuerda que somos específicamente llamados a glorificar al
Señor en la cotidianidad de nuestro mundo mediante los bellos acordes de una
vida de semejanza a Él. Lo hacemos al incorporar intencionalmente la gracia de
Dios en una situación para que alguien que no lo merece tenga una segunda
oportunidad, al compartir el amor de Cristo con algún necesitado, al ser las
manos de Jesús para levantar a un amigo agotado o apaciguar una situación
caótica y confusa.
El salmista nos recuerda que tenemos el
privilegio sublime y santo de declarar «entre las naciones su gloria, en todos
los pueblos sus maravillas» (Salmo 96:3).