Mi amiga Linda creció planeando servir
en la obra misionera como médica. Ama al Señor y quería servirlo llevando el
evangelio a enfermos en lugares del mundo donde la asistencia médica es escasa.
Pero Dios tenía otros planes. Ella logró su objetivo, pero no como esperaba.
A los catorce años, Linda contrajo una
enfermedad crónica que la obligaba a internarse varias veces al año para ser
sometida a intervenciones quirúrgicas delicadas. Sobrevivió a una
meningitis bacteriana que la dejó en coma durante dos semanas y ciega por
seis meses. Dos años seguidos, celebró su cumpleaños permaneciendo internada en
el hospital. En varias ocasiones, pensaron que moriría. No obstante, es la
persona más entusiasta, agradecida y alegre que puedas conocer. Una vez, me
dijo que su campo misionero, como había planeado y anhelado, es el hospital.
Pero en vez de servir a Dios como médica, lo hace como paciente. Al margen de
cuán enferma esté, la luz del Señor irradia a través de ella.
Linda ejemplifica la enseñanza del
apóstol Pedro, ya que, a pesar de sus pruebas, se regocija, y la autenticidad
de su fe da «alabanza, gloria y honra» a Jesucristo (1 Pedro 1:6-7).