Mientras millones de personas miraban
por televisión, Nik Wallenda cruzaba las Cataratas del Niágara sobre un cable
de 540 metros de largo y solo unos 13 centímetros de diámetro. Tomó todas las
precauciones posibles, pero además del drama y del peligro de la altura y las
aguas rugientes, una espesa niebla le dificultaba la visión, el viento le
complicaba el equilibrio y el rocío que levantaba la catarata le impedía
afirmar bien los pies. En medio de estos peligros (y quizá debido a ellos),
confesó que «oró mucho» a Dios y lo alabó.
Los israelitas también alabaron a Dios
en medio de un desafío peligroso: un grupo numeroso de guerreros se había
reunido para pelear contra ellos (2 Crónicas 20:2). Después de pedirle
humildemente ayuda al Señor, el rey Josafat designó a un coro para que marchara
delante del ejército israelita. Estos adoradores cantaban: «Glorificad al
Señor, porque su misericordia es para siempre» (v. 21). Cuando empezaron a
cantar, Dios hizo que las fuerzas enemigas se atacaran y destruyeran entre sí.
Alabar a Dios en medio de un desafío
tal vez signifique dejar de lado nuestros instintos naturales. Tendemos a
protegernos, preocuparnos y aplicar estrategias; sin embargo, la adoración
puede proteger nuestro corazón de los pensamientos inquietantes y la
dependencia propia. Nos recuerda la lección que aprendieron los israelitas: «…
no es [nuestra] la guerra, sino de Dios» (v. 15).