En una exhibición canina cerca de mi
casa, vimos la presentación de un lebrel escocés. Tras la orden de su dueño, el
animal se alejaba corriendo varios metros y regresaba de inmediato, saltaba
cercas e identificaba objetos usando su sentido del olfato. Después de terminar
cada ejercicio, se sentaba a los pies de su amo y esperaba más indicaciones.
La atención cuidadosa de este perro a
la instrucción de su dueño me recordó la devoción que Dios deseaba que su
pueblo tuviera hacia Él mientras lo seguía en el desierto. El Señor lo guiaba
de una manera singular: su presencia aparecía en forma de una columna o nube.
Si la nube subía, quería que su pueblo se trasladara a otra zona. Si descendía,
debían quedarse donde estaban. «Al mandato del Señor acampaban, y al mandato
del Señor partían, guardando la ordenanza del Señor…» (Números 9:23). Los
israelitas cumplían con esta práctica día y noche, independientemente del
tiempo que tuvieran que permanecer en un mismo lugar.
Dios no solo estaba probándolos, sino
que los guiaba hacia la tierra prometida (10:29). Quería llevarlos a un lugar
mejor. Lo mismo sucede con nosotros cuando nos pide que lo sigamos: desea
guiarnos a un sitio donde nuestra comunión con Él se profundice. Su Palabra nos
asegura que el Señor es amoroso y fiel al guiar a aquellos que le siguen
humildemente.