Hace años, les pedí a alumnos de quinto
grado que prepararan una lista con las preguntas que le harían a Jesús si se
presentara personalmente la semana siguiente. También le pedí lo mismo a un
grupo de adultos. Los resultados fueron sorprendentemente diferentes. Las
preguntas de los niños eran desde encantadoras hasta conmovedoras: «En el
cielo, ¿tendré que estar sentado, vestido con una túnica y cantando todo el
día?, ¿mi mascota irá al cielo?, ¿las ballenas estaban dentro o fuera del arca?,
¿cómo le va a mi abuelo ahí arriba contigo?». Casi todas sus preguntas no
dudaban de la existencia del cielo o de que Dios obra en forma sobrenatural.
En cambio, los adultos presentaron una
línea de cuestionamientos completamente diferente: «¿Por qué les pasan cosas
malas a las personas buenas?, ¿cómo sé que estás escuchando mis oraciones?,
¿por qué hay un solo camino al cielo?, ¿cómo pudo un Dios amoroso permitir que
me sucediera esta tragedia?».
En su mayoría, los niños viven sin las
preocupaciones ni las tristezas que agobian a los adultos. Su fe les permite
confiar en Dios más fácilmente. Mientras los adultos solemos perdernos entre
las pruebas y las angustias, los niños mantienen la perspectiva del salmista
sobre la vida: eterna y consciente de la grandeza de Dios (Salmo 8:1-2).
Podemos confiar en el Señor, y Él
anhela que lo hagamos como los niños (Mateo 18:3).