El esposo de Anna Anderson murió al
poco tiempo de casados, y ella quedó con tres hijas pequeñas y un futuro
complicado. Aunque había estudiado para ser maestra en Virginia, no estaba
habilitada para trabajar en las escuelas de Filadelfia; por lo tanto, lavaba
ropa, planchaba y, más tarde, limpiaba pisos en una inmensa tienda de ventas.
Por ser afroamericanas, estas personas suelen enfrentar prejuicios y
discriminación raciales. Cuando las puertas de la oportunidad se cerraban, Anna
creía que si confiaba en el Señor de todo corazón y lo reconocía en todos sus
caminos, Él dirigiría sus pasos (Proverbios 3:5-6). Les enseñó a sus hijas a
depender de Dios, a seguirlo y a estar siempre agradecidas.
Cuando Marian, su primogénita, alcanzó
fama internacional como cantante clásica, Anna seguía orando por ella, y
siempre le atribuía a Dios el reconocimiento por el éxito de su hija. Los
periodistas que le preguntaron cómo se sentía después de asistir al concierto
de Marian en el Carnegie Hall y en su debut con la Metropolitan Opera, la
escucharon decir: «Damos gracias a Dios». Su respuesta no era un cliché, sino
una gratitud sincera al Señor.
En vez de lamentarse por lo que le
faltaba, Anna Anderson agradecía por lo que tenía y lo utilizaba para la gloria
del Señor. Hoy podemos seguir su ejemplo con fe y confianza, y desde lo
profundo de nuestro corazón decir: «Damos gracias a Dios».