Uno de mis cuentos favoritos
trata de un ranchero tejano que ofrecía consejería agrícola a un granjero
alemán, al cual le preguntó sobre el tamaño de su propiedad. Este respondió:
«Casi 255 hectáreas». Cuando el alemán le preguntó al tejano cuánto medía su
rancho, este le explicó que, si subía a su camioneta al amanecer y conducía
hasta que anocheciera, todavía estaría dentro de sus tierras. Sin querer
parecer menos, el granjero alemán dijo: «¡Yo solía tener una camioneta vieja
como esa!».
Dejando de lado el chiste, es
importante tener una perspectiva correcta. Desgraciadamente, los creyentes de
Laodicea tenían un concepto equivocado de la riqueza (Apocalipsis 3:14-22). A
simple vista, eran ricos: tenían abundantes bienes terrenales y pensaban que no
necesitaban nada; ni siquiera al Señor. Pero Jesús tenía una visión diferente.
A pesar de su prosperidad material, Él veía que cada uno de ellos era
«desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo» (v. 17). Por eso, los invitó
a volverse verdaderamente ricos al buscar lo que solo Él podía proveer: pureza,
identidad, rectitud y sabiduría.
No cometamos el error de los
laodicenses, sino mantengamos una perspectiva apropiada de qué significa ser
rico: La riqueza verdadera no se mide por lo que tienes, sino por quién eres en
Diós.
La
persona más pobre es aquella cuya única riqueza es el dinero. (RBC)