Gran
parte de mi trabajo estaba dedicado a las madres. Las visitaba en el hospital y
me regocijaba con ellas por sus preciosos bebés que acababan de llegar a este
mundo. Aconsejaba a las madres ansiosas y trababa de consolarlas asegurándoles
que Dios cuidaba a sus hijos adolescentes rebeldes. Acompañaba a otras junto a
las camas de sus hijos heridos o enfermos, y percibía cuánto sufrían. Y lloraba
con ellas ante el dolor de la muerte de un hijo.
María, la madre de Jesús, también experimentó
momentos de gozo y de tristeza. Qué alegría habrá sentido cuando nació el
niñito Jesús (Lucas 2:7); qué emoción cuando los pastores y los sabios fueron a
adorarlo (vv. 8-20; Mateo 2:1-12); qué intranquilidad cuando Simeón profetizó
que una espada le atravesaría el alma (Lucas 2:35); ¡y qué sufrimiento
desgarrador mientras veía a su Hijo muriendo en la cruz (Juan 19:25-30)! Pero
sus etapas como madre no terminaron con aquella escena terrible, sino que
también se regocijó cuando Jesús resucitó de la tumba.
Las madres, y todos los demás, experimentan
muchas alegrías intensas y tristezas profundas, pero cuando entregamos nuestro
ser al Señor, cada etapa de la vida puede servir para cumplir los eternos
propósitos divinos.
Ser madre implica una
comunión sagrada con Dios. (RBC)