Mientras conversaba con una talentosa
pianista, me preguntó si tocaba algún instrumento
musical. Cuando respondí «toco la radio», se rio y quiso
saber si alguna vez había querido aprender a ejecutar alguno. Avergonzado,
contesté: «Tomé clases de piano cuando era niño, pero abandoné». Ahora, ya
adulto, lamento no haber continuado. Me encanta la música y ojalá pudiera
tocarlo hoy. Esa charla me trajo a la mente que la vida suele estar estipulada
por las decisiones que tomamos… y algunas producen remordimiento.
Hay otras decisiones que generan
remordimientos mucho más graves y dolorosos. El rey David lo experimentó cuando
decidió dormir con la esposa de otro hombre y, después, matarlo.
Así de devastadora describió la culpa que lo agobiaba: «Mientras callé, se
envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día. Porque de día y de noche se
agravó sobre mí tu mano; se volvió mi verdor en sequedades de verano»
(Salmo 32:3-4). Pero después reconoció su pecado, se lo confesó a Dios y fue perdonado (v. 5).
Solo Dios puede concedernos la gracia
del perdón cuando nuestras decisiones han producido remordimientos dolorosos. Y
solo en Él encontramos la sabiduría para tomar
decisiones mejores.
El perdón de Dios nos libera de las cadenas del remordimiento. (RBC)