Mientras estaba en el edificio de los
tribunales esperando que el juez atendiera su causa, Gabriel oía una historia
triste tras otra de gente que perdía la casa. Muchos atravesaban el proceso
como si les resultara un tema conocido, pero una mujer llamada Lucila parecía
desconcertada. Él percibió que la mujer no sabía qué hacer ni adónde ir.
Trató de acallar la suave voz interna
que lo instaba a ayudarla, pero no pudo. Pensó en varias razones para no
involucrarse. En primer lugar, empezar una conversación con extraños no era una
de sus virtudes; en segundo lugar, tenía miedo de que lo malinterpretara. Pero
pensó que Dios lo estaba induciendo y no quería arriesgarse a desobedecer.
Cuando la vio que salía del tribunal,
le habló. «Señora —le dijo—, escuché su testimonio en la corte y creo que Dios
quiere que la ayude».
Al principio, Lucila desconfiaba, pero
Gabriel le aseguró que su actitud era sincera. Hizo unas llamadas telefónicas y
la conectó con gente de una iglesia local que le brindó la ayuda que ella necesitaba
para no perder su casa.
Dios nos ha llamado a un servicio
activo (1 Juan 3:18). Cuando sentimos que Él nos motiva a ayudar a alguien,
debemos estar dispuestos a decir: «Estoy convencido de que el Señor quiere que
te ayude».