Siempre espero el verano. El
cálido sol, los deportes, las playas y las barbacoas son placeres que traen
gozo después de un invierno largo y frío. Pero la búsqueda de placer no es algo
solamente estacional. ¿Acaso no nos gusta a todos una buena comida, una
conversación interesante y unas brasas ardientes?
Desear placer no está mal. Dios
lo ha incorporado en nuestro ser. Pablo nos recuerda que el Señor «nos da todas
las cosas en abundancia para que las disfrutemos» (1 Timoteo 6:17). Otros
pasajes nos invitan a disfrutar de los saludables placeres de la comida, de los
amigos y de la intimidad de una relación matrimonial. Pero pensar que podemos
encontrar placer duradero en las personas y en las cosas es, en definitiva, una
búsqueda insatisfactoria.
El placer supremo no se halla en
las emociones efímeras que ofrece este mundo, sino en el gozo perdurable de una
intimidad cada vez más profunda con nuestro Señor. El rey Salomón aprendió esta
verdad por la fuerza. «No […] aparté mi corazón de placer alguno…», admitió
(Eclesiastés 2:10). Pero después de su enloquecida búsqueda de placer,
concluyó: «… todo era vanidad y aflicción de espíritu…» (v. 11). Con razón
advirtió: «El que ama el vino y los ungüentos no se enriquecerá» (Proverbios
21:17).
Aquello que realmente buscamos
solo será satisfecho en una relación apropiada y creciente con Dios. ¡Búscalo a
Él y saborea Sus deleites!
¿Vivimos para darnos todos los gustos o para complacer a nuestro Padre celestial? (RBC)