Cuando metí mi cámara en medio del arbusto
para tomar una foto de los pequeños petirrojos, ellos abrieron la boca sin
abrir los ojos. Estaban tan acostumbrados a que la mamá los alimentara cada vez
que se movían las ramas, que ni siquiera miraron para ver quién (o qué)
provocaba el alboroto.
Esta es la clase de amor que las madres les
infunden a sus hijos. Yo disfruto de la bendición de tener una mamá así.
Mientras crecía, podía comer cualquier comida que ella ponía sobre la mesa, sin
temor de que me hiciera mal. Aunque me obligaba a comer cosas que no me
gustaban, yo sabía que lo hacía porque eran beneficiosas para mí. Si solo se
hubiese preocupado por lo que era fácil para ella, me habría dejado comer
comida chatarra. Cuando mi mamá me decía que hiciera algo, o que no, yo sabía
que lo que tenía en mente era lo mejor para mí. No trataba de impedir que me
divirtiera, sino que intentaba protegerme de cosas perjudiciales.
Así es la relación que tenemos con Dios, que
se comparó a sí mismo con una madre: «Como aquel a quien consuela su madre, así
os consolaré yo a vosotros…» (Isaías 66:13). Al ser Sus hijos, no hay razón
para temer a lo que nos pase ni envidiar lo que les suceda a los demás: «No […]
tengas envidia de los que hacen iniquidad» (Salmo 37:1). Cuando confiamos en Su
bondad, nos alimenta Su fidelidad.
El cuidado de Dios
nos rodea. (RBC)