Un actor famoso comentó que le gustaba
representar en las películas personajes «con defectos» porque la gente podía
relacionarse mejor con los individuos imperfectos. Casi todos coincidiríamos en
que es más fácil entender a la gente que no es perfecta porque sabemos que
nosotros también somos así.
Dios incluyó en la Biblia historias de
personas mentirosas, débiles, desleales y coléricas. Por ejemplo, tomemos a
Jacob, que engañó a su padre para recibir una bendición (Génesis 27:1-29).
Después, tenemos a Gedeón, que desconfiaba tanto del Señor que le pidió que le
demostrara dos veces que cumpliría fielmente lo que le había dicho que haría
(Jueces 6:39). Y, más tarde, allí está Pedro, que por miedo a que lo mataran,
negó incluso conocer a su amigo y Señor (Marcos 14:66-72).
No obstante, cuando leemos el resto de
los relatos, observamos que estas personas, con la ayuda de Dios, pudieron
superar sus defectos y serle finalmente útiles. Esto ocurrió cuando dependieron
del Señor y no de sí mismos.
Tal como aquellas personas que vivieron
hace miles de años, cada uno de nosotros nace con defectos, pero, por la gracia
de Dios, podemos superar esas imperfecciones al aferrarnos a su «poder [que] se
perfecciona en la debilidad» (2 Corintios 12:9).